Medio Siglo de Periodismo (por Luis Eduardo Podestá)
Luis Eduardo Podestá Núñez, nació en Arequipa. Pertenece a una generación de periodistas peruanos que surgió en los años 50 y ha trabajado en los prestigiosos diarios La Prensa, Correo, Expreso, La República y El Pueblo (Arequipa). Fue redactor principal de la Agencia Associated Press. Es autor de varios libros sobre periodismo y, en literatura, ha escrito un libro de relatos y tres novelas. Actualmente es jefe de Prensa e Imagen de la Oficina de Control de la Magistratura (OCMA) y presidente de la flamante Asociación Civil Comunicadores Independientes del Perú (COMINDEP).
Es posible que en armonía con el tiempo transcurrido hayamos cambiado como todo cambió en un mundo que nos convirtió en la bisagra entre dos siglos, y nos permitió ser testigos de lo que fuimos y de lo que somos y quizá nos permita avizorar lo que será el periodismo en el tiempo y en el espacio que vendrán.
Nosotros, hombres del siglo XX, tuvimos la oportunidad, nos preguntamos si feliz o desdichada, de ver transformaciones, avances y regresiones que no han servido para mejorar la vida de una gran mayoría de nuestros semejantes y el hecho de que este sea un fenómeno común al tercer o cuarto mundo, no significa que debamos darle curso a la resignación o al consuelo de tontos, según el cual hay muchos otros que están peor que nosotros. Pero coincidiremos en que no todo tiempo pasado fue mejor. [...]
Frente al avance arrollador de la tecnología que nos ubica casi como protagonistas inmediatos de los sucesos más lejanos, ocurridos en algún confín del mundo, creo que no debemos olvidar nuestros primeros pasos en que nos ayudaron la experiencia y sabiduría acumulada por aquellos viejos a quienes conocimos en las arcaicas imprentas con que el periodismo de los años 50 del siglo anterior salía a la calle a llevar las noticias de ayer, las mismas que, si hacemos odiosas comparaciones, hoy nos llegan en el mismo instante en que ocurren.
Fue por aquel tiempo, en abril de 1955, que comencé a perpetrar noticias policiales en la corresponsalía del desaparecido diario La Prensa, uno de los dos grandes periódicos estándar peruanos que defendía una posición política y económica frente a otro gran coloso que aún existe, el diario El Comercio.
Pues bien, en aquella corresponsalía arequipeña de La Prensa, cuya redacción estaba ubicada en un altillo que nos colocaba casi casi con la cabeza contra el techo, Samuel Lozada Tamayo, recién graduado abogado y periodista por vocación como todos nosotros porque entonces no había escuelas de periodismo, me dio la bienvenida para indicarme que sería el redactor –gran título, que comenzó a gustarme– de policiales pero que aparte de eso, tenía que estar atento a cualquier clase de acontecimientos. Me fijó un sueldo: 80 soles. Yo no sé qué ni cuántas cosas podían comprarse con ese dinero pero sí recuerdo que en ese tiempo una cerveza costaba un sol veinte, de modo que ustedes pueden calcular para cuánto podía alcanzar ese salario.
Fue en esa corresponsalía también, donde tuve acceso a la primera biblia del periodismo escrito, el Libro de Estilo de La Prensa, que casi me aprendí de memoria para no atentar contra la forma de escribir un inspirado y concreto primer párrafo y los que a continuación le darían también un buen cuerpo a la noticia. Años más tarde, cuando el desaparecido y buen periodista que fue Guillermo Cortez Núñez, Cuatacho, me honró con el cargo de jefe de Informaciones del diario Expreso de los años 60, aquel librito me inspiró para escribir un primer compendio de consejos para los estudiantes, los periodistas jóvenes y los periodistas no tan jóvenes que llamé El estilo periodístico. No me produjo beneficios económicos pero sí una gran satisfacción espiritual y familiar, y el gran orgullo de que la piratería lo capturara y lo vendiera en la Plaza Francia e inmediaciones por cuatro soles, cuando el volumen legal costaba diez.
Nosotros, a quienes la vida nos ha permitido llegar superar muchas barreras a pesar de dictaduras, malos salarios y consuetudinarias reducciones de personal, quizá estemos en capacidad de sentir otra clase de orgullo y satisfacción: el haber sido testigos de cambios en las comunicaciones, a veces tan traumáticos que muchos colegas se negaron a usar las computadoras con que se equipaban las nuevas redacciones y preferían apartarse del mundanal silencio de esos artefactos para escribir acompañándose del ritmo habitual de sus máquinas de escribir que era quizá la música con que querían pintar las imágenes de sus informaciones.
A pesar de todo, sinceramente, otra vez con Neruda podemos proclamar: confieso que he vivido. Cómo no jurarlo si asistimos al nacimiento de la primera cadena peruana de diarios que comenzó a utilizar el teletipo y convirtió en periodistas a algunos empleados del correo central y de paso descentralizó la información. Cómo no declarar que conocimos a los maestros tipógrafos de los talleres que cuadraban las columnas de plomo con una pita para, como hoy lo hacen los comandos de una computadora, equilibrar las mismas columnas que el mundo leerá al día siguiente. Cómo no recordar y agradecer a Dios el habernos permitido vivir y sobrevivir a esa época de romance periodístico en que la curiosidad de saberlo todo nos empujaba a codearnos con lo peor y lo mejor de nuestra sociedad, con lo más bello y lo más horrendo, para poder describir con convicción de todo aquello y decirle al mundo que eso también existe. Cómo no sentirse adolescentemente enamorado para siempre de este oficio que nos ha permitido sufrir, describir, comentar y dolernos de lo que otros viven y llevar de la mano a los lectores, radioescuchas y televidentes para hacerles participar de lo bueno, lo malo y lo odioso de este mundo, para mostrarles que en medio de todo, es esta la misión a que nos obliga cada día la verdad como virtud divina.